Chicago: una historia de gángsters
Sentado en aquel banco frente al lago Michigan recordaba el pasado de esta ciudad. El que en tantas películas de cine pudimos ver, cuando los gángsters imponían su ley por las calles de la ciudad. Me sentía como cuando estaba en casa, sentado viendo en la televisión las persecuciones de coches; aquellos imponentes Rolls que un día sí y otro también eran tiroteados.
Volví a la realidad. Aquel paisaje era idílico. Un largo paseo por Grant Park me había llevado hasta el extremo que conectaba con el lago Michigan. El corazón verde de Chicago le daba vida a la ciudad; su pulmón, un remanso de tranquilidad. A mi alrededor, el Instituto del Arte, con una de las mayores colecciones impresionistas del mundo, en un edificio renacentista; a mi derecha, el Planetario y el Museo de Astronomía. Era como un paraíso perdido; como cuando la calma precede a la tempestad.
Me subí la cremallera del abrigo para guarecerme del clima siempre frío de la ciudad, y me giré hacia la selva de gigantescos edificios que se cernía sobre mí a mis espaldas. «¡Menudo skyline!», pensé, tal y como les gusta decir a los americanos.
Encaminé mis pasos hacia su interior y me perdí en la jungla de asfalto, buscando un pasado no tan remoto.
Cuando la ciudad estaba en pleno crecimiento el río Chicago era su arteria principal. Hoy día, la vista cenital de ese mismo río navegando entre aquellas moles de piedra, bajo los puentes levadizos que se suceden uno tras otro, es realmente sorprendente.
Como toda la ciudad. Puro contraste. Verde y gris. Relax y estrés. Agua y piedra. Riqueza y pobreza.
Porque si la Milla Magnífica (el equivalente a la Quinta Avenida en Nueva York) es la riqueza y la opulencia, una sucesión de rascacielos de los más variados estilos donde arqutectos de la talla internacional de Frank Lloyd Wright o Mies van der Rohe han dejado su impronta, el Oeste y el Sur de Chicago es como el Bronx neoyorquino, el lugar donde un día camparon a sus anchas Al Capone y sus secuaces.
Pero si queremos revivir aquella época e impregnarnos de su espíritu, su visita es obligada porque allí encontraremos el restaurante de Riverside Drive donde Al Capone solía comer, o el jardín del asilo donde se produjo la matanza de San Valentín. Y, finalmente, Union Street, donde Elliott Ness detuvo al famoso gángster.
Todo es como sentirse protagonista de aquellas películas.
Para reducir el pequeño agobio de haber estado en esos sitios que años atrás representaron el summun de la violencia y la sangre, decidí que lo último sería lo más típico de la ciudad. Quería marcharme oyendo un concierto de jazz, aconsejable para los amantes de la buena música. Y, para los buenos gourmets, una cena en el famoso restaurante de Charlie Trotters, el más famoso chef de todo EE.UU. Lo último, claro está, la visita a Wrigley Field, el mejor estadio de béisbol del mundo según los entendidos de este deporte.
Tengo que irme, y la sensación es extraña… quizás congoja, quizás pena, o sorpresa, o la alegría de haber conocido una ciudad con esa historia tan particular… La ciudad que amaba Frank Sinatra, la ciudad de Michael Jordan, pero, sobre todo, la ciudad de Al Capone.
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