El Everest: nieves perpetuas y experiencia única

Everest

Nepal… Estábamos en la Plaza del Palacio Real, la conocida como Plaza Durbar, un conjunto espectacular donde se juntan una docena de templos de todos los estilos junto al Gran Palacio Real construido por los reyes de la dinastía Malla a mediados del siglo XVII. Extasiado, admiraba el panorama desde la terraza de uno de esos templos; la mirada perdida en ese mundo tan distinto al europeo, absorbiendo los olores, mezclándome con los sonidos, sintiendo los colores que se desplegaban ante mis ojos como si fuera la paleta de un pintor. A su espalda, prácticamente acogiendo entre sus brazos a todo este país, la inmensa cordillera del Himalaya.

Fue sobrecogedora la sensación al aterrizar en el aeropuerto de Katmandú, tan pequeño, metido en un valle en medio de tantas majestuosas alturas. Parecía imposible aterrizar ahí, pero la maniobra fue perfecta. Una caída bastante vertical para evitar las montañas, pero el espectáculo visual mientras bajábamos no daba pie a darnos cuenta de lo que sucedía a nuestro alrededor tan extasiados como estábamos con las nieves perpetuas.

Mi mente volvió a la realidad cuando sentí que me ponían la mano en el hombro y me preguntaban si me gustaría subir allí arriba. La primera sensación que recuerdo es la de estar loco; titubeé, pero por mi mente pasaron tantas situaciones, tantas historias ocurridas en aquellas cumbres, tantas leyendas todas aquéllas en torno a la figura del Yeti… dije que sí, claro. No podía dejar de pasar la situación de embarcarme en una nueva aventura. Oía cómo me decían que sería en una avioneta y muy temprano. Ni preguntar quise cómo sería aquella avioneta, pero me lancé.

La mañana siguiente, apenas las 5,45 de la mañana, amaneciendo aún, allí lo tenía, casi al alcance de la mano, tan majestuoso, tan imponente, tan blanco y nevado: el Everest, con sus 8.848 metros. El orgullo de sentirme allí arriba, aunque fuera sobrevolándolo se iba a quedar para cuando acabara la aventura porque en aquel momento sólo podía sentirme pequeño, pero al mismo tiempo grande; porque me sentía libre, en la cima del mundo pero encerrado; porque me sentía alegre, pero al mismo tiempo las lágrimas de la emoción pugnaban por salir.

Sobrevolando el Everest

Grandeza porque es la primera sensación al ver la cima del Everest levantándose por encima de todos los picos. Pequeñez, porque después de admirar lo grandioso que es, uno se siente minúsculo a su lado. Libertad porque el corazón se expande hasta casi salirse del pecho, porque parece querer gritarle al mundo que ya nadie es capaz de vencerlo; encierro porque desearía uno poder bajarse del avión y acariciar la nieve, y retozar, y relajarse tocando con las yemas de las manos las nubes que lo rodean y que se deslicen entre los dedos como si fuera agua, porque esa es la sensación, la de que ni las mismas nubes son inalcanzables. Alegría porque se cumple uno de los sueños de cualquier viajero, estar en el punto más alto de la Tierra. Pena porque la visita se hace corta y querría estar allí horas y horas, alejados del torbellino de la rutina y el mundo real…

Atrás habían quedado los primeros campos de arroz que se alcanzan a ver cuando la avioneta (que al final era para unos 30 pasajeros) levanta el vuelo; inmensos prados de un verde brillante preciosos, mientras los ríos los atraviesan entre curvas y recovecos. Atrás quedan los puntos blancos de las casas que se van quedando abajo entre esos arrozales, o el núcleo urbano de la capital, Katmandú. Y poco a poco nos vamos acercando a los rayos de sol que empiezan a asomar por el horizonte, recortando y dibujando extrañas figuras allá abajo en el suelo, y un poco más arriba sobre la línea de la cordillera del Himalaya. el vértigo desaparece, y, sin tiempo a reponernos de aquellas primeras vistas, nos encontramos con la primera de las cimas; la primera cumbre que se recorta contra el cielo.

El valle se quedaba ya a 4.400 metros por debajo de nuestros pies. El Langtang Lirung es la primera cima que vemos por encima de los 7.000. A sus espaldas, el siguiente: el Gosainthan, con 8.013 metros. Las cumbres cada vez se ven más nítidamente, más cercanas. Atravesamos el Dorje-Lapka, el Phurbi-Ghyachu y el Chobba-Bhamare, de menos de 7.000 metros los tres. Los picos empiezan a pasar ya por debajo de la avioneta y aparecer por las ventanillas opuestas. Nos encontramos al fin sobrevolando el Himalaya y una descarga eléctrica recorre el cuerpo. El Gauri-Shankar de 7.145 metros, el Melungtse de 7.181 metros; el Chugimago, de 6.297 metros, el Pgferago, el Numbur, el Karyolung, hasta llegar al Cho-oyu de 8.153 metros.

Al fin, al fondo, apareció. El Rey. El Everest. Su cumbre emergió imponente entre nubes de algodón mostrando su figura elegante, pidiendo reverencia. Al pasar junto a él, tan cerca que casi el ala de la avioneta parecía tocar su cima, deseé con todas mis fuerzas bajarme, clazarme las botas y pisar aquel pico; sentarme y mirar el mundo a mis pies… y gritar.

Everest

Y lo único que pude hacer fue tirar esa foto que siempre me acompañará. La de su cumbre nevada, con el blanco inmaculado, el sol reflejándose en ella y el ala del avión como referencia de lo cerca que un día estuve de él.

Foto 1 Vía: Kerem Barut

Print Friendly, PDF & Email



Categorias: Nepal, Viajar por Asia



Comentarios (1)

  1. yony dice:

    majestuoso!!