Crónicas de Roma: adiós a Juan Pablo II
Tuvimos la suerte de vivir en Roma durante casi seis meses. Aunque desde los primeros días no dejó de mostrársenos aquel aire de provincia, elegante provincia, ni la atmósfera cordial de pueblo grande que, de alguna manera, se sabe ya eterno, la cosa tampoco fue sencilla. La cosa es la relación personal, el bis a bis que, aun sin querer, uno acaba estableciendo con toda ciudad.
Porque a finales de febrero, ¿quién hace planes de pasar un invierno siberiano en la capital de Dios en la tierra? Pues eso fue lo que sucedió: aterrizamos y la ciudad se congelaba en el mes de carnaval. Luego llegó marzo y lo proclamaron las crónicas periodísticas (que mal que bien comprendíamos en nuestro incipiente italiano) el marzo más frío desde los años de la guerra. Os cuento un secreto: nunca pensé que vería nevar en Roma, y no se me olvidará jamás el gesto entre extasiado e incrédulo de quienes, romanos de alcurnia, me acompañaban cuando sucedió el acontecimiento.
En cualquier caso, si algo conseguía el frío era azuzarnos a unas largas caminatas de patinaje grana sobre el pavimento. Ora cruzábamos el magnífico Ponte Vittorio Emanuelle II y enfilábamos por el conocidísimo Corso, ora subíamos al Pincio desde Piazza del Popolo para descender luego las escaleras de Piazza di Spagna, y siempre, bien paseásemos distraídos por el Foro, bien visitásemos alegres el bullicioso barrio de Trastevere, después de contemplar atónitos Piazza Venezia o San Giovanni in Laterano y tras acercarnos al Coliseo o incluso hasta la basílica de San Paolo, aquella atmósfera de gran provincia aristocrática, acostumbrada a un ritmo de vida lento súbitamente trastocado.
Sí: estaba a punto de suceder uno de los hechos más alucinantes que hayamos tenido ocasión de presenciar. Yo vivía enfrente mismo de las murallas vaticanas. A diez minutos (ando muy despacio) de la blanca columnata celestial que envuelve al obelisco, o sea, de la plaza de san Pedro, de la Capilla Sixtina, como quien dice, mis vecinos eran Miguel Ángel, el Renacimiento y el mismísimo obispo de Roma quien, al parecer, se moría.
Se moría. Se llamaba Wojtyla, rebautizado Johannes Paulus II cuando «hubieron» Papa (no sabían entonces cuán mediático llegaría a ser) y sus últimas horas trajeron cola, vaya si la trajeron. Exactamente una cola de tres millones de devotos y compungidos católicos, que espero no vean mis palabras como una irreverencia. Porque, por nuestra parte, toleramos sin rechistar que nuestra plaza de san Pedro fuese ocupada las noches previas a la comunicación de defunción por beatas que rezaban en éxtasis bajo la ventana iluminada de la estancia del agonizante Papa, así como por jóvenes de vigorosa fe que sin embargo no parecían pensar demasiado en las necesidades de un solitario.
Pero lo de que una multitud ocupase el barrio si no es que la ciudad entera, en una especie de enloquecida ‘viva la vida apostólica-pastoral’, plantando tiendas de campaña frente a mi propia casa, así como en las orillas mismas del río, donde hasta entonces languidecían solamente los miembros más lumpen del lumpenproletariado, por no mencionar los garajes subterráneos, los gatunos tejados, los parques ciudadanos y los interiores de gélidas neveras y torrefactas chimeneas (bueno, acaso exageremos un poquito), aquello fue rizar el rizo del colmo de la exageración.
En otras palabras, Roma se convirtió en un circo, hace ahora más de cuatro años. Histórica capital con aire de provincia, dama tranquila que presume de aristócrata travestida de pronto con los ropajes de la opereta y del circo…Roma todavía nos reservaba un montón de sorpresas.
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